Nº46- La fosa séptica. Por Adelaida

       Padre venía avisándolo desde años antes: cagáis tanto que cualquier día la fosa se quedará pequeña y brotará la mierda por encima.

       Esperaba a que mi hermano saliera del wáter, mirando por la ventana, sin pensar en la fosa séptica ni en la predicción de mi padre. Tenía necesidad. Ya lo había dicho. Y prisa por ducharme. Pero esto mismo lo tenía también el resto de días y siempre llegaba a tiempo y nunca acababa haciéndomelo en los pantalones. De modo que miraba por la ventana aprovechando esos minutos en los que no se puede hacer otra cosa más que esperar tranquilamente; porque te terminas acostumbrando a esperar tranquilo, aun con los cachetes apretados, conteniéndote las ganas; y tanto que a veces incluso supone un fastidio que el que anda dentro salga antes de tiempo, es decir, antes de lo esperado. Y el cuerpo es tan traicionero que en esas veces, cuando por fin te sientas en la taza, tardas en hacerlo y lo que parecía que iba a expatriarse solo, necesita de ayuda, de un buen apretón con los ojos fungidos, acompañado de un leve gemido.

       Vi salir la caca de entre la tierra. Fue como cuando una lombriz se desentiende de que estás mirando justo ese palmo de campo y saca fuera la cabeza, con un equilibrio parecido al que los malabaristas del circo usan para contagiar cierto nerviosismo en el público, moviéndose alocadamente por la pista, sosteniendo sobre la palma de la mano o sobre la cabeza un buen número de objetos superpuestos los unos sobre los otros, que se tambalean a izquierda y derecha, peligrosamente.

       —Nene, ya ha salido tu hermano —me dijo mi madre, con ese tono de voz que me reventaba las sienes por las mañanas, porque recién arrancado el día ya denotaba enfado, desagrado, hartura.

—Ya. Ya lo sé —le dije yo, con la voz queda y con la mirada apostada en el terreno de atrás.

        Me guardé lo de la mierda para poder ir ese día al colegio. Mi padre no lo habría dudado. Y creo que mi madre tampoco, frente a tamaño asunto. Habrían llamado por teléfono a la conserjería para explicar que estábamos enfermos, con un resfriado, o con anginas, o con el cuerpo descompuesto. Y nos habrían tendido dos palas, o dos cubos, o la carretilla. Y nos habrían puesto manos a la obra, a desenterrar la mierda, hasta dejar vacío aquello, o yo que sé. Con ellos a la par. Está bien. Pero sin prestarle atención a nuestro deber de acudir a la escuela, eso que tantas veces repetían por las tardes, para que no nos levantáramos de la mesa hasta haber acabado los deberes, o por las mañanas, cuando mi madre se abstraía de la existencia de un motivo para poner un pie en el suelo manifestando ya su tristeza o su hastío.

       Mi padre estaba de baja. A eso de las diez marcharía a dar una vuelta al pueblo, se tomaría en el bar lo que se tuviera que tomar, volvería de buen o mal talante y se sentaría en la parte de atrás a esperar la hora de la comida. Entonces vería humillo y dos o tres cagarrutas: una de mi hermano, otra mía, y puede que otra de mi madre o suya propia, según las ganas que hubieran tenido esa mañana; se acercaría con los ojos bizcos, porque cuando trataba de dárselas de listo bizqueaba, y le pegaría una voz a mi madre, y ella le devolvería la voz, preguntándole qué pasaba, y mi padre insistiría, elevando más si cabe el volumen de su voz, y mi madre llegaría a su lado rezando y diría qué asco, y mi padre la mandaría al granero a por dos palas y el carrillo, y yo le diría a mi hermano que fuera más despacio, que me dolía un pie, o una rodilla, o que tenía flato, tratando de alargar el momento de nuestra llegada, deseando que les hubiera dado tiempo a retirar la mayor parte de la mierda. Pero cuando llegamos los platos ya estaban en la mesa y mi padre y mi madre como si nada. Y yo pensé que quizá mi padre no había marchado al pueblo y a cambio le había dado por correr los muebles y quitarle las cortinas a mi madre, y por follarla, aprovechando que ese ejercicio la había puesto de buen humor. Y que se le había hecho tarde para sentarse en la parte de atrás, a esperar a que mi madre le avisara de que la comida ya estaba en la mesa, y que eso le había impedido ver las mierdas.

       Luego me levanté a retirar los platos, los dejé sobre la encimera, me encaminé disimuladamente hacia la ventana y cuando estaba a punto de mirar, mi madre me preguntó qué dónde iba, y que ni se me ocurriera encender la tele, y que si no me habían mandado deberes, y que me fuera a mi cuarto y no hiciera chinchar a mi hermano, porque me la cargaba. Después, cuando pasó el tiempo que se suponía que necesitaba para terminar mis deberes, ya se había hecho de noche. Y miré por la ventana, pero no vi nada, más que negrura.

       A la mañana siguiente sí. Me asomé y ahí estaba esa especie de lombriz de mi hermano, ya muerta, sin equilibrio, reposando inerte sobre la tierra; y otra que reconocí como mía, porque la había oteado el día anterior, antes de tirar de la cadena; y una mucho más grande, cuya autoría cedí a mi padre; y un montoncito informe, de color más claro que los demás, que atribuí a mi madre, por su ingesta de medicamentos. Al cabo de un par de minutos, surgió de entre la tierra otra lombriz y la voz de mi madre en el fondo del pasillo, advirtiéndome que mi hermano ya había salido del baño.

        Cuando mi madre iba al wáter olía mucha peste. Sabíamos por mi tía Anita que tenía depresión y que se tomaba una pastilla en la mañana, con la primera leche, para no pasar el resto del día adormilada o apática, que era la palabra que ella empleaba para describir ese estado de apreciable somnolencia; y una más por la noche, tras la cena, para conciliar el sueño. También sabíamos por mi tía que mi padre era un borracho y que mi madre le consentía que le pusiera la mano encima.

        La tía Anita, sin querer y a pesar de los dulces que traía y de las perras que repartía equitativamente entre mi hermano y yo, se había convertido en la hacedora de la tristeza. Al poco de llegar los martes a la tarde, tras los besos y la explosión de una alegría extraña, que ella daba por sobreentendida y que nosotros nos esforzábamos en manifestar, y tras las reparticiones de las palmeras de chocolate, de las hojaldrinas y de las seis u ocho monedas, mi madre nos mandaba afuera, a jugar en el terreno de atrás, saltándose la urgencia de los deberes que tuviéramos que hacer o de los exámenes que tuviéramos que preparar. Y ellas dos se quedaban ahí, en la mesa de la cocina, al principio revisando la espalda y la delantera de los jerséis que nos andaban tejiendo, y luego, cuando se creían a salvo de nosotros, cuchicheando con un volumen que hacía imposible entender lo que decían, hasta que mi madre acababa llorando sin consuelo y mi tía Anita le inquiría que dejara de una vez por todas a mi padre. Después, hacia las siete o las ocho de la tarde, las horas en las que solían terminar las partidas de cartas en el bar, se oía el motor del coche de mi padre, mi tía Anita daba por finalizada su visita, pedía el abrigo y ambos se cruzaban en la entrada, intercambiando un saludo sin miradas y sin el refreno de los pasos del uno y de la otra.

        —¡Esta tía puta! ¡Esta tía puta! ¡Esta tía puta! —decía mi padre, tras cerrar la puerta, igual en diez, veinte o treinta ocasiones.

        —No te voy a consentir que hables así de mi hermana. Y menos delante de los niños —decía mi madre una vez.

       Esas noches a mi hermano le percutía el miedo con tal virulencia que el pobre se lo hacía en la cama. Casi siempre sólo el pis. Pero a veces, cuando mi padre saltaba de la decena de “¡esta tía puta!”, nada más llegar, y apenas eran las siete y pico de la tarde, y mi madre nos mandaba a dormir sin cenar, y dormir se hacía imposible por los gritos y los golpes, el pobre también se cagaba. Y olía una peste parecida a la de mi madre, y lo tenía ahí, a un metro lo más, mi cama pegada a la suya. Pero me callaba. O le decía cosas, palabras con las que intentaba tranquilizarle y abstraerle del ruido de fuera. Y a la mañana siguiente procuraba ser el primero en despertarme, y le mandaba al baño, y retiraba las sábanas, y las llevaba al lavadero, y a veces mi madre me pillaba y me acariciaba el cogote y me atraía para sí, sin decir nada, en completo silencio, aunque tuviera motivos para estar triste.

       El último miércoles que pasé en aquella casa me quedé en la cama hasta casi las once. Me salté la asistencia al colegio, igual que si estuviera de baja. Después de obrar, tomé el vaso de leche con cacao y me situé frente a la ventana. Al poco llegó mi padre, colocó su mano sobre mi hombro y me preguntó que hacía. Le respondí que nada, que sólo miraba. Esa mañana echaban humo tres pedazos de excrementos: dos lombrices, la de mi hermano y la mía, y una masa informe, de color más claro, que se esparramaba sobre ellas. Así estuvimos hasta el mediodía: viendo a mi hermano correr a lo lejos, dándole patadas a una pelota, ante la fosa séptica y frente a las últimas sábanas que se tendieron en esa casa. Luego le pregunté si él sabía si mi madre iría al cielo y cerré los ojos, para tratar de imaginar un cielo para ella. Y al paso de algunos minutos, me tapé también los oídos, para dejar de escuchar las sirenas. Supongo que la que me atrajo para sí fue la tita Anita. Todo es confuso. Quiero pensar que, seguidamente, se produjo un disparo y que alguien dijo que conocía el lugar perfecto para enterrar el cadáver. Me gusta pensar eso cuando recuerdo a mi padre.

 

 

35 comentarios

  1. Demasiado bueno para comentarlo, Y demasiado escatológico para afirmar que me gustó.
    Enhorabuena.

  2. El ‘buscador’ me jugó una mala pasada, ya puedes imaginar el porqué. En cualquier caso, me reitero en lo dicho respecto a tu historia. Gracias por compartirla.

  3. Quería darte las gracias por tu voto y pensé que la mejor forma de hacerlo era pasarme por aquí y leerte.
    También creí que debería de desearte suerte pero no es necesaria cuando se tiene tu talento. ¡Mucha mierda!

  4. Tienes mi voto

  5. Me encanto el relato. Sinceramente, me tocó el alma.

    Me quedo con lo que hay más allá de la mierda, como el hermano mayor que trata de ayudar, y tiene palabras amables con el pequeño, más asustado. ¡Fenomenal, bellisimo!

    ¡Gracias por compartirlo!

    • Gracias, Libélula. No sabes cuanto me alegran tus palabras.
      Un saludo y mucho suerte para ti también.

  6. Lo escatológico gusta en la niñez y lo has utilizado para narrar una tragedia bajo la óptica de un pequeño. Tragedia que, lamentablemente, parece ser el pan de cada día.
    Suerte.

  7. ¡Hola, Adelaida! Te voy a ser, como siempre, muy sincera: se me ha revuelto el estómago tanto que se me han ido las ganas de cenar; se me ha metido ese tufillo en la nariz… Mira si me ha llegado tu relato.

    Mi admiración porque yo no me veo capaz de contar algo así de la manera que tú lo has hecho.
    ¡Suerte!

  8. Excelente, en todos los sentidos. Un relato del que aprender mucho. Felicidades.

  9. Hola Adelaida:
    Excelente. He terminado rota, como si me hubieran asestado una puñalada.
    La prosa fantástica. Y la imaginación para llevarnos a través de de esa paranoia de la fosa séptica hasta ese final, buenísima. Se palma la tristeza.
    Mucha suerte.

  10. Me ha gustado mucho este relato, tiene como centro o como excusa la materia más miserable, muy bueno. Suerte.

  11. Los relatos-parábola son arriesgados, pero a mí me ha parecido que éste queda bien, certero y completo. Sin sobrarle ni faltarle lo esencial. Si todo el relato lo consideramos como la parábola de una mala vida -de la peor clase-, los símiles escatológicos que la puntean son como ladrillos cementados para construir la primera.
    Creo que en esta historia la intriga en sí importa bien poco, el meollo reside en el retrato social. Hasta pienso que el disparo final sobre todo mata para siempre al niño que el protagonista-narrador lleva dentro.
    La forma de narrar, sin fisuras. A destacar el perfecto manejo de los diálogos directos alternándolos con párrafos con diálogos en libre indirecto.

    • Justo esa pretensión tenía cuando decidí escribir esta historia, Alex; hacerlo a partir de una imagen-historia que no tuviera una relación directa con la violencia; tratar de describir las sensaciones.
      Mil gracias por tu comentario. Y aciertas por entero en ese disparo final.
      Un saludo.

  12. Odiseo González

    Sí, desgraciadamente hay vidas así. Lo leemos todos los días en el periódico. Suerte, como a todos.

  13. Un relato de maltrato sostenido, mujer e hijos. Con esa educación y lo que vemos en la tele, no me extraña que el crío sólo vea mierda. No sé si es trasgresor o valiente, pero no creo que soporte dos lecturas Adelaida.
    Mucha Suerte

  14. Suscribo todas las opiniones anteriores. Mientras iba leyendo pensaba: «Es el vocabulario, la construcción de frases de un niño, recreadas voluntariamente así por un adulto»

  15. Me adhiero a las opiniones que me preceden. Enfoca el tema con tal naturalidad, desde una visión infantil, que le da un giro simpático a lo que ne principio podría ser ofensivo. Enhorabuena y suerte

  16. Interesante relato, Adelaida. Tiene mucha fuerza y, sobre todo, originalidad. Transgresor y políticamente incorrecto.
    Enhorabuena y suerte.

  17. Adelaida hola :

    Me he llevado una gran sorpresa con tu relato.

    Fascinante la recreación de las divagaciones del cri@, y acertadísima a mi opinión la narración a través de su percepción. Muy freudiana la analogía entre los excrementos y la convivencia familiar.
    Creo que tu narración es transgresora,es valiente y transmite.

    EnHoraBuena!!!!

    • Gracias, Furtiva. Un gustazo leer opiniones como la tuya hacia este relato.
      Un caluroso saludo!

  18. Ha sido muy valiente usted con este relato. Hace tiempo que no leo nada con tantas referencias escatológicas. Tengo que darle la enhorabuena, sin embargo; he redescubierto el sentido de «cagarse de miedo», y he recuperado esas sensaciones de la infancia, aunque, afortunadamente, no he tenido un padre así. Muy bien escrito y con buen ritmo. Mucha suerte.

    • Gracias a ti, Gaia. La suerte es que se nos lea. De modo que ya comienzo a tenerla.
      Gracias, otra vez.

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