“Tengo en mí todos los sueños del mundo”
(Pessoa)
Después de dos días de lluvia, Valladolid ha amanecido bajo un sol espléndido.
Me dirijo al Gabino con mi hija Clara. Su padre, Miguel, nos espera en el restaurante. En realidad, él nos ha invitado: quiere celebrar su cumpleaños con nosotras. Me temo que solo yo soy consciente de que voy a romper un contrato.
Ubicado en una casa antigua en el centro, el Gabino ocupa todo el primer piso. Techos altos, grandes puertas de madera y pequeños comedores, como el que reservó Miguel, con una sola mesa. Me siento frente a Clara, y su padre en medio de las dos. Compartimos la mesa cuadrada al lado de la ventana. Mis ojos, a través del cristal, se clavan en las columnas corintias que flanquean el gran arco de triunfo de la vieja iglesia, y en La Piedad que corona el arco, con su dolor hierático y perenne. Un escalofrío me recorre la espalda.
Pedimos de comer.
He aceptado la invitación de Miguel porque hemos hecho un pacto: nada de malos rollos, vamos a comer los tres en buena sintonía.
Recordamos tiempos pasados, pero sólo cosas alegres en un ambiente casi cariñoso. Nos reímos mucho. Clara saca un papel en el que ha pintado un corazón a su padre, rojo intenso, y ha dibujado dos flechas que lo atraviesan con un enorme «Te quiero papá». Miguel está contento con su regalo y, muy orgulloso, lo deja en la mesa para que lo vea el camarero; aunque nosotros, actores secundarios de una escena principal, fingimos la imagen de una familia feliz.
Miguel ha cuidado mucho la cita, por eso ha elegido el Gabino. De eso se trata, de cuidar las apariencias. Y, verdaderamente, ha acertado.
Entre bocado y bocado contamos anécdotas de la niñez de Clara, lo que nos lleva a la infancia de Miguel en Bata. A Clara siempre le apasionaron las historias africanas que le contaba su padre.
Queremos dilatar este tiempo casi mágico. Quizá tenemos (tengo) la necesidad de que el reloj se pare aquí. Justo en este instante en el que parecemos felices.
Y, sin que yo lo quiera, los monólogos que habitan dentro de mí afloran poderosos.
Quisiera no haber conocido nunca a Miguel… No, eso no. Si fuera así, no tendría a mi hija.
Quince años sintiéndome sola aunque él estuviera a mi lado. No se metía en nada, ni se metía conmigo, pero ¿acaso yo le importaba? Nunca calentó mi cama. Ni poseyó mi cuerpo; rara vez, si tengo en cuenta que mi hija está en el mundo. Nunca supo lo que yo pensaba, lo que me inquietaba, lo que soñaba, lo que me hacía feliz… yo era invisible para él.
No le puse remedio, es cierto. ¿Por qué? ¿Acaso no soy una mujer que merece la pena? ¿Es que no puedo volver loco a un hombre? ¿Por qué estuvo quince años conmigo? ¿Por qué estuve quince años con él?
Pienso que ha llegado la hora de entregar a Miguel el regalo de cumpleaños. Me agacho como en cámara lenta, lo agarro con las dos manos y lo pongo encima de la mesa: una elegante caja de madera donde puede verse el escudo de unas bodegas de vino.
Hace mucho tiempo, despedí a mi suegro cuando estaba a punto de morir.
Habían pasado algunos años desde mi pedida de mano, en la que mi madre había comprado una botella de Vega Sicilia para celebrarlo las dos familias y brindar por Miguel y por mí. Ella siempre pensó que yo había sido afortunada. Creía que Miguel (o su apellido ilustre), era lo mejor que me había pasado. Por eso, cuando escuchó al padre de Miguel decir que el Vega Sicilia era uno de los mejores tintos del mundo, supo que había entrado con buen pie en tan distinguida familia.
Mi suegro, evocando ese día y cogiéndome la mano en su lecho de muerte, me dijo: «Gracias. Que me quiten lo ʻbailaoʼ». También un hombre como él tenía derecho a hablar así.
Sentí una dicha transitoria al revivirlo. Si tuviera que recordar momentos gloriosos de mi vida, ese sería uno de ellos.
Miguel coge la caja y comienza a abrirla con la ayuda de Clara, que no aguanta quieta en su silla y se levanta. Agarra el fino cordón negro, que la protege contra aperturas imprevistas, para romperlo, pero no puede. Mira a su padre, que enseguida lo corta con un cuchillo. Clara le separa las manos de la caja con nerviosismo y le dice que mire qué bonita es la madera: en los costados tiene una imagen pirograbada, en rojo, de los viñedos. Y le va explicando con detalle qué se ve en el dibujo: la propiedad de Las bodegas en Valbuena de Duero, los jardines, el palacete del siglo XIX, la vega, el río, el bosque… y entonces Miguel me mira, boquiabierto, mientras yo me encojo de hombros. Esa es tu hija en estado puro, intento decirle.
Los miro, expectante, mientras sacan la botella de la caja.
Fue absolutamente providencial que lo descubriera todo, porque Miguel jamás dejaba su teléfono móvil al alcance de nadie. Dormía con él. Iba al baño con él. Y no creo que decirlo así sea exagerado. Era el día 12 de mayo. Yo estaba en casa y Miguel pegaba carteles del PP en la calle. Clara se empeñó en acompañarlo, salió corriendo detrás de él y no pude retenerla. Aunque para ella era un juego, a mí no me gustaba que lo acompañara a este tipo de actos. Estábamos en plena vena electoral, que quizá tuvo la culpa del descuido de Miguel. Eso, o que se había relajado: si sale bien un mes, ¿por qué no uno más y otro y otro?
Cuando escuché el pitido de su teléfono avisando que entraba un mensaje, me acerqué a la mesa y empecé a curiosear. Una tal María había escrito: «Amorcito, qué bien lo pasamos en Sevilla». ¿Amorcito? Y ¿quién es María? ¿De dónde ha salido? Abrí su carpeta de mensajes. Había muchos de ella. Me temblaban las piernas.
«¡Me está engañando, por Dios!», me gritaba a mí misma como si fuera el mayor drama (que lo era). Lo era y yo era la víctima. Me sentía humillada, miserable como mujer… Pero tuve el reflejo de anotar el número de esa tal María, no fuera a ser que Miguel me quitara el teléfono por la fuerza y todo se volatizara.
Salí a la calle. Pisaba fuerte el asfalto y le buscaba con la mirada, como una leona. Quería avergonzarlo y desacreditarlo: tenía necesidad no sólo de pedirle explicaciones. Tenía necesidad de matarlo.
Por fin Miguel empuña la botella, desnuda, con su etiqueta (sabe a qué añada corresponde porque la etiqueta es un cuadro de Antonio López). No dice nada. Me mira (le brillan los ojos) y llama al camarero para que la abra. A Miguel se le ocurre que tomemos el vino con el postre. El camarero, con una sonrisa cómplice, nos sirve en esas enormes copas que tanto le gustan a Clara. Tienen que traerle una copa a ella también, para chocar con su Coca-Cola. Eso le hace sentirse mayor e importante. Los tres brindamos.
Cuando me vio llegar blandiendo el móvil, calle abajo, se echó mano a la funda vacía del teléfono. Lo intuyó o me lo leyó en la cara.
Llegué donde estaba, le miré con descaro y le grité:
—Te ha salido bien hasta hoy, pero se te acabó. Ya no seré más tu cornuda… hijo de puta.
Él me clavó los ojos llenos de ira, negándolo todo. Intentó arrebatarme el teléfono, pero no lo consiguió.
Clara permanecía detrás de él, confundida en medio de esa disputa de adultos que no entendía a sus nueve años. Cuando la vi detrás de su padre, me contuve. Le dije que volviera a casa, que ya le explicaríamos, que era una conversación de mayores y no tenía nada que ver con ella. Clara obedeció. Odiaba vernos discutir. Se tapaba los oídos como loca y nos pedía que dejáramos de gritar. Entonces, Miguel y yo obedecíamos, ella nos conmovía. Esta vez no se los tapó, esta vez ella sabía que todo era distinto. Sin embargo, también me conmovió. Cuando Clara nos dejó solos comencé un interrogatorio titánico. Él me contó una milonga: María no era su amante, sino una mujer que sentía hacia él una atracción fatal, que lo acosaba, y él, pobrecito, no podía hacer nada. Que sólo me quería a mí. Que Clara y yo éramos sus amores. Su familia. Y yo le reté. Le reté y le rogué que se lo dijera a su amante delante de mí, que yo pudiera escucharlo. Se negó, claro, pero no le di tiempo a reaccionar. Marqué el número de María y le di a la función manos libres. Ella lo cogió. Le pregunté si conocía a Miguel y me dijo que era su novio. Entonces a él se le desató la lengua, acorralado. Le vociferaba que él amaba a su mujer, y todas esas cosas que me hizo creer a mí. Y exclamó:
—¡No me molestes más. No me llames. Olvídate de mí!
Su forma imperativa de hablar, hizo que ella le contestara en el mismo tono:
—¡Eres patético!
Y esa frase la tengo grabada a fuego. Miguel, eres patético. Ella lo ha resumido bien: pa-té-ti-co.
Después me fui enterando de todos los detalles y todas las mentiras: los congresos inexistentes, los dos años y medio que llevaban juntos. Lo que más me dolió fue saber que la había llevado a casa, con el engaño de que éramos separados, y que toda la familia de ella lo conocía oficialmente, como si fueran novios a punto de casarse.
Le miro mientras brindamos. Intento atisbar alguna explicación coherente. Tengo la sensación de haber compartido techo, mesa y cama con un desconocido. La vida me ha dado muchas oportunidades de sentirme sola, pero ninguna como ahora. Ninguna es comparable con la traición y el desamor. Él nos ha engañado a las dos, y también a mi hija.
Después del brindis cojo la mano de Miguel. Y le digo:
—Gracias. Que me quiten lo «bailao» —aunque no tenga mucho sentido, no esta vez.
Y el Vega Sicilia tiende un puente entre mi corazón y los recuerdos. Le miro y sabe que estoy cerrando una puerta de la misma forma en que la abrí, con uno de los mejores tintos del mundo.
Hemos terminado de comer y salimos del Gabino. Nos vamos a casa. Miguel debe recoger sus cosas después de casi un mes conviviendo a base de discusiones y gritos. Es duro asumir que un juez le obliga a dejar la vivienda y que será así hasta que Clara cumpla los dieciocho años. Es insufrible recordarle que debe irse mientras mi hija me grita “¡Perdónale, mamá!”. Es cruel y humillante tirar quince años de mi vida aunque no me haya sentido valorada nunca, ni amada.
Mi hija sigue a su padre, como un perrito, mientras él recoge sus cosas de los armarios. Después, los dos se sientan en la cama de nuestra habitación, hablan durante un rato y se abrazan.
Cuando Miguel arranca el coche para irse, Clara sale a la calle con una cestita llena de pétalos de rosa y comienza a tirárselos. Salgo detrás de ella aunque no entiendo por qué, o sí: me duele Clara. Me llena las manos de pétalos y yo también los tiro al aire (me siento tonta, ridícula). Entonces él, con lágrimas en los ojos, sin dejar de mirarme, proclama:
—Eres una gran mujer y la mejor madre.
Ha esperado quince años para decírmelo.
Cuando Miguel desaparece le digo a Clara que su padre y yo la queremos como siempre. Que todo irá bien. Ella no me escucha. Se va a su cuarto. Me odia. Pero yo sé que tengo que darle tiempo.
Se trata de vivir. Me lo debo. También se lo debo a ella.
Muchas gracias a todos por vuestros comentarios y vuestro tiempo.
Chin chin… salud, va por vosotros.
Y mucha suerte, también, para todos.
La trama no es original, pero la forma de contarla es personal.
Tomaré una copa de vino a la salud de tu personaje que por fin comenzará a vivir.
La historia interminable de traición hacia la mujer. En muchas ocasiones me he hecho una pregunta: ¿quién es realmente el engañado?
Siempre nos quedará el Vega Sicilia, para crear puentes o para que los recuerdos naufraguen.
Que reflexiones tan extrañas.Algunos comentarios son para llorar,probablemente hay mucha gente que no ha vivido.
me ha gustado mucho tu relato, esta bien escrito y es, desde mi punto de vista, muy coherente
Felicidades
Pasado y presente para contar lo que ocurrió entonces para decidir dejarlo y lo que está ocurriendo ahora, cuando la hija sigue sin entender nada porque ella sigue queriendo a su padre aunque de esto último no se sepa muy bien el por qué. Difícil ese “yo sé que tengo que darle tiempo”. Seguramente llegarán los regalos, los consentimientos, las tolerancias…, por ambos bandos y el que peor lo haga ganará. Ciento un mil casos parecidos, pero por ello nada, o casi nada, ha cambiado. Y la vida sigue igual… Y en la basura, quince años.
En fin, Ayla. Una historia sencillita, pero bien contada. Enhorabuena
Un buen relato que me ha gustado mucho. Otra historia de desamor y de traición que al menos se desarrolla con cierta cordura.Y digo traición refiriendome al engaño y la mentira, no a la infedilidad amorosa, que quizá es la gota que colma el vaso,pero no la única razón.
Anaconda,cabría preguntarse también que le impidió a él pedir la separación cuando supo que estaba enamorado de otra y enfentarse al problema abiertamente. ¿Cobardia judeo-cristiana?
Mucha suerte Ayla,enhorabuena y prometo beber un Vega Sicilia un día de estos y que «me quiten lo bailao» :))
Hola Ayla:
Yo creo que has conseguido transmitir perfectamente las emociones de la protagonista dentro de este relato que refleja ese trance por el que muchísimas parejas atraviesan. Está muy bien narrado el relato.
Felicidades y muchísima suerte.
La vida relatada en primera persona: Cuando el amor se acaba o cuando la protagonista se da cuenta de que no existió nunca. Aquí lo que importa es la limpieza e interés de la trama y la forma en que está escrita. Ambas cosas tienen coherencia y oficio, pero no me resisto a hacer un apunte: ¿Por qué ella no rompe antes con su marido? ¿Ha de esperar a sentirse traicionada? ¿Es más fuerte la humillación que el amor? Si ella realmente lo quisiera, ¿lo habría perdonado? ahhh la mentalidad judeo-cristiana…
Ayla:
Yo creo que Valladolid le debe una calle, o, al menos, regalarle un Vega Sicilia gran reserva, porque menuda propaganda hace de ella. Cuando vaya a esa bella ciudad me acordaré de usted, de su relato e iré a comer al Gabino (ya he comprobado que existe).
Me ha gustado la historia y como está escrita. Enhorabuena y suerte.