Miguel Molina abandonó el edificio contrariado. Al llegar a la avenida se detuvo en el bordillo de la acera y buscó un taxi entre el denso tráfico que enfilaba el centro de la ciudad. Un vehículo se detuvo a su lado y el conductor lo interrogó con la mirada. En ese momento pensó que le vendría bien caminar y lo despidió con un movimiento de la mano. Necesitaba reflexionar sobre lo que acababa de ocurrir allí arriba. Había escuchado que ese tipo de cosas sucedían todos los días y, aunque había imaginado que a él también podría llegar a pasarle, nunca se había detenido a imaginarlo en profundidad. Y ahora que le había sucedido, su cabeza daba vueltas como una lavadora pensando la respuesta que debía dar a Ernesto Setién, presidente del grupo editorial Letras de Oro. Y le había pedido una contestación esa misma mañana antes del almuerzo.
Reflejando su impotencia con un suspiro, echó a caminar. Normalmente solía hacer uso del metro, aunque fuera para el trayecto de unas pocas paradas. Disfrutaba contemplando los rostros de los viajeros para describirlos mentalmente como una forma de entrenar la descripción de sus personajes literarios, un ejercicio que solía aconsejar a sus alumnos de los talleres de narrativa. Sin embargo, esa mañana su cabeza estaba ocupada en resolver el dilema que suponían las palabras de Setién, en realidad una verdadera trampa en la que no quería quedar atrapado. Impermeable a las miradas de los cientos de rostros anónimos con los que se cruzaba, decidió entrar en una cafetería a rumiar su impotencia delante de una taza de té.
La barra y las mesas se veían ocupadas por decenas de funcionarios de un ministerio cercano, aunque, poco a poco, fueron regresando a sus trabajos dejando el local semivacío. Mientras esperaba a que se enfriase el té, Emedós, seudónimo con el que solía firmar sus obras, se concentró en las noticias de la televisión. Se trataba de un magazine matutino dirigido por una periodista de formas huesudas que contaba con una legión de seguidores, aunque no faltaba quien aseguraba maliciosamente que buena parte de ellos atendían expectantes al programa, sólo para ser los primeros en tuitear las famosas meteduras de pata de la presentadora. Emedós sonrió. Aunque no le gustaba reconocerlo, él solía sintonizarlo también, aunque, en su caso se debía únicamente, o eso prefería pensar, a que se trataba de un programa relacionado casi siempre con las noticias más escabrosas. Una verdadera fuente de inspiración para escritores, acostumbraba a responder en tono defensivo cuando alguien le preguntaba por su costumbre de pasar la mitad de la mañana delante del televisor. A su lado, un par de jubilados se levantaron dejando un periódico sobre la mesa. En la portada acertó a leer que Siro Neto había resultado ganador del Cedro, uno de los premios literarios de mayor prestigio del panorama nacional. Tras leer la noticia, dejó el periódico sobre la mesa y se concentró en sus recuerdos, mientras echaba de menos los tiempos en que uno podía encender un cigarro en un bar después de terminar el café.
Su mente viajó quince años atrás, cuando después de terminar su primera novela sintió la impotencia de dejarse los nudillos llamando a las puertas de no menos de cincuenta editoriales en las que, en el mejor de los casos, lo despidieron con un cariñoso lo siento o un poco reconfortante en estos momentos no admitimos manuscritos. Fue su hermano Jaime quien le animó a enviar la novela a un concurso literario, cosa que hizo como último recurso. Para entonces ya tenía un hijo, que su exmujer había apartado de su vida, había plantado un limonero en el jardín de la que una vez fuera su casa y que, según le había contado un antiguo vecino con el que se reunía de vez en cuando a jugar al paddle, agonizaba por falta de riego y cuidados. Con “El síndrome de Salomón”, esperaba cerrar la popular trilogía vital, aunque todo apuntaba a que su vida literaria resultaría tan efímera como la familiar y la del limonero, que apenas daba cada año unos pocos y míseros frutos del tamaño de las uvas. Su esperanza de ganar era mínima y pasó a ser prácticamente nula cuando, sabedores de que se acababa de lanzar al difícil ruedo literario, unos entendidos que decían moverse en el mundo de las letras le aseguraron que Cedro era uno de esos concursos amañados en los que el ganador se decide antes de la convocatoria del premio.
Fue el primer sorprendido cuando supo que su novela había resultado ganadora. La vida le dio un vuelco inesperado. La dotación económica del premio le ayudó a salir de la ruina financiera en la que se encontraba, pero lo mejor fue ver su novela publicada por una editorial de prestigio. En sus paseos a lo largo y ancho de la ciudad, solía acercarse a los escaparates de las librerías sólo para darse el gusto de ver a su “Síndrome de Salomón” disputarle un trozo de expositor a los autores más reconocidos. Más tarde, como una catarata de sorpresas interminables, llegaron las entrevistas de prensa y radio y, más adelante, las visitas a los platós de las principales cadenas de televisión para participar en todo tipo de debates junto a personajes famosos a los que hasta entonces sólo había visto a través de la pequeña pantalla.
Una camarera menuda de cabello canoso lo miró desde la barra y le hizo una seña que no supo interpretar. Luego se acercó secándose las manos en el delantal y le preguntó si quería otro té. Miguel le respondió afirmativamente y, después de morderse el labio, ella inquirió si era posible que le hubiera visto en la televisión. Sonriente, Emedós hizo un gesto con la cabeza y ella le tendió la mano, identificándose como una de sus más leales lectoras. Cuando regresó con el té, le pidió un autógrafo lamentando no tener a mano ninguna de sus novelas. Emedós le firmó una cariñosa dedicatoria en una servilleta y ella se marchó caminando de espaldas y haciendo leves inclinaciones con el cuerpo mientras repetía lo contenta que se pondría su hija cuando le contase su feliz encuentro con el escritor.
Tras mojarse los labios con el té y comprobar que estaba demasiado caliente, regresó a sus ensoñaciones. Después del “Síndrome de Salomón” vinieron otras catorce novelas, con una de las cuales llegó a ganar el premio nacional de narrativa. De su última obra, “Arroz para perros” había conseguido vender más de medio millón de ejemplares. Fueron años de trabajo duro, hasta encumbrarse como uno de los autores más reconocidos del país y en las listas de espera para entrar en los talleres de narrativa que dirigía, los aspirantes a escritores se contaban por docenas. Y de repente, Ernesto Setién le salía con esas.
Una de las cosas que defendía siempre en sus obras era la fidelidad a uno mismo, sobre todo en tiempos de crisis. Ninguna situación puede llegar a ser angustiosa hasta el punto de hacer renunciar a un individuo a sí mismo, lo que, aplicado al mundo de los escritores, y así lo trasmitía siempre en las palabras de bienvenida a sus alumnos en los talleres de escritura, consistía en ser fiel a uno mismo y a la honestidad hasta las últimas consecuencias. Ernesto Setién lo sabía, le había alabado muchas veces la pureza que encontraba en sus letras y ahora le pedía que, como miembro del jurado de Cedro, otorgase el premio a una determinada escritora sin que ni siquiera se hubiera cerrado el plazo de recepción de manuscritos.
En condiciones normales lo hubiera mandado a la mierda en su propio despacho, sin embargo la prudencia le había obligado a contenerse. Había firmado un contrato en exclusiva con Letras de Oro, de modo que sólo publicaría como y cuando a Ernesto Setién le diera la gana. Desde luego, Emedós era una figura sólidamente establecida en el panorama literario hispano-americano y tenía los talleres de narrativa que, por sí solos, le permitirían vivir holgadamente sin necesidad de prostituirse intelectualmente, pero se había instalado en la publicación de un libro prácticamente cada año y sabía que no podría ni sabría vivir sin ese aliciente ni el calor de su público y, por otra parte, en el difícil mundillo de las letras se sabía de ciertos escritores de tanta o mayor fama que la suya, a los que la soberbia les había llevado a enfrentarse con la oligarquía del mundo editorial y, sencillamente, habían desaparecido del panorama literario.
Apuró la taza de té y volvió la mirada hacia la calle. A través de las cristaleras contempló el rostro de la gente que caminaba en una y otra dirección sumidos en sus pensamientos y preocupaciones. Un autobús municipal se detuvo en un semáforo. A través de los ventanales distinguió a un buen número de viajeros concentrados en sus e-readers. Quizás alguno de ellos estuviera leyendo una de sus novelas. Como aquella atenta camarera que se había acercado a saludarle, sabía que muchos de sus lectores eran fieles seguidores de sus libros, precisamente por la libertad y la independencia intelectual que destilaban. Si cedía al capricho del editor, no sería capaz de volver a dirigirse a ellos sin poder evitar los dolorosos mordiscos del negro lobo de la hipocresía. Cogiendo otra servilleta como la que acababa de usar para dedicar unas palabras a la camarera, permaneció cerca de una hora anotando los pros y contras de la decisión que debía tomar sin dilación. En la columna de la izquierda, amontonados unos sobre otros, releyó vocablos tan pomposos como integridad, honestidad, pudor y hasta una docena de argumentos relacionados con la decencia, mientras que, en la columna de al lado, aislada dentro de un círculo, como si tratara de evitar mezclarse con sus vecinas, aparecía únicamente una palabra: fama.
Arrastrando los pies, abandonó el local. La camarera del cabello canoso le dirigió una sonrisa que no fue capaz de mudar el gesto adusto de su rostro. Decidió coger el metro de vuelta al edificio que albergaba las oficinas de la editorial, en cuyo pináculo tenía su despacho Ernesto Setién. Todavía no había tomado la que sabía que habría de ser una de las decisiones más trascendentales de su vida y ya se sentía abatido y roto por dentro. Lejos de imaginar los diferentes sentimientos que pudieran albergar los viajeros sentados frente a él, como acostumbraba a fantasear en los vagones del metro y de los autobuses, el único eco que llegaba a sus ojos era el de sus miradas asqueadas, decepcionadas tal vez de la decisión de quien se había considerado siempre uno de ellos y que había terminado vendiendo el alma al diablo de la fama. Mordiéndose el labio, abandonó el vagón y subió pesadamente los escalones que conducían a la calle, como si cada uno de ellos le acercara un poco más al final de un modelo de vida y el principio de otro que prefería no imaginar.
El portero le saludó con una sonrisa y, fiel a su costumbre, le contó el último chiste que circulaba entre los oficinistas del edificio. Cuando tuvo delante a la secretaria del presidente, balbuceó las razones de su presencia en el despacho del gran jefe y ella le invitó a tomar asiento en un sillón, participándole que Ernesto Setién esperaba su visita. Una vez dentro del despacho, erguido sobre la mullida alfombra que cubría completamente la estancia, levantó la vista y se encontró con la mirada confiada del editor.
-¿Y bien? ¿Tienes ya tu decisión? –preguntó desde detrás de la mesa con sus carnes orondas desparramadas por el confortable sillón.
-Sí –balbuceó emedós inseguro.
La sonrisa de Ernesto Setién había desaparecido, dando paso a la mirada de una hiena a punto de clavar los afilados colmillos en la carne de su presa.
-Tú dirás -inquirió el presidente jugando con una pluma dorada entre los dedos.
-¿Dónde tengo que firmar?
FIN
(¿O principio?)
Un relato que nos narra los fracasos de un «triunfador».
Debe ser muy amargo sentir el peso de esos logros.
Suerte.
La única pega que se me ocurre es que hay partes, siempre a mi muy modesto entender que no hacen avanzar la acción, pero es una elección probablemente meditada y una opinión subjetiva. Por lo demás, un buen relato muy adecuado y que mantiene hasta el final la incógnita.
Suerte y felicidades.
Coincido con los compañeros Yago Seimar en lo inquietante del tema,. También coincido en que está bien narrado y lo felicito. Muchísima suerte.
Interesante historia la de este fracasado en la cima del éxito, que te engancha desde el principio. Perteneciendo como pertenezco a la familia de los primates, y vosotros también, por cierto, no me atrevo a afirmar con absoluta seguridad cómo me comportaría yo, por mucho que me crea incapaz de hacer lo que el personaje del relato. Enhorabuena y suerte
Perdona, Yago, que al final me lío y me olvido de lo más importante. Literariamente está, según mi parecer, bien contado y mantiene la incertidumbre de saber por que lado se decantará. Se lee con facilidad, algo que también agradece el lector.
Lo dicho, suerte
A lo mejor estamos ante alguno de esos certámenes amañaditos, tipo el Cedro, ¡joder, vaya burra hemos comprado! Pero para eso estamos los lectores, ¿no?, para dar los votos honestamente, menuda palabreja. Igual había que empezar por pedirle honestidad a Mariano, y no precisamente el del bombo. Bueno, dejemos la política…
Aquí el tipo duda (la duda es tan humana como el chingar), parece que se inclina a un lado, pero el cuerpo le pide ladearse hacia el otro y seguir viviendo con decoro con la editorial de lujo que le imprime lo que sea. Se siente abatido y roto por dentro y adivina en los ojos escrutadores de los usuarios del metro que le acusan de haber vendido su alma al diablo. ¡Menuda papeleta! Y, finalmente, firma. Pues que no se preocupe porque hay millones de pringaos.
Me quedo con las ganas de conocer el chiste que le cuenta el portero a la entrada. Parece realmente decisorio.
Suerte, Yago.
Interesante relato sobre los premios literarios y los intereses mercantiles de las editoriales. Me ha venido a la cabeza una famosísima editorial y su más famoso, si cabe, premio. Muy bien escrito su relato, me ha parecido impecable. Enhorabuena y suerte.
¿Y por qué no? Todos hemos oído hablar de premios literarios de campanillas acordados con el ganador antes, incluso, de convocarse, y que no voy a reproducir aquí para no ser censurado por los responsables de la moderación de los comentarios. Para un escritor, la publicación de su libro es la culminación de su aventura creativa.Para una editorial es el inicio de un riesgo empresarial y éste será menor si el premio se lo lleva Dan Brown que si se lo llevara «Anaconda». Por lo demás, todos los premios litearios son injustos para los participantes que no se llevan el primer premio y la opinión del jurado puede ser o no coincidente con la calidad de los relatos presentados. Así qué, ¿por qué no? Un relato técnicamente muy bien escrito, salvo por los guiones cortos en lugar de los largos en los diálogos.
Descorazonador pero muy bueno.
Miedo me da el «no futuro»
Mucha suerte y que todo sea imparcial, eso esperamos ¿no?
¡Vaya panorama, Yago! Espero que no siempre, siempre ocurra lo mismo.
Ahora, tu relato, estupendo.
Pues sí, vaya panorama. Estaría bien también ver la tesitura del que se sabe premiado de esa manera…No creo que sea tampoco plato de buen gusto, aunque hay de todo en la viña del señor, claro. Suerte!