Nº69- Piezas. Por Zoltan

            D. R. sorbe las últimas gotas de la lata de Coca-Cola Zero, la estruja con la mano izquierda y la lanza por encima del hombro. En el suelo gris de la nave vacía, el ruido de los trompicones de la hojalata reverbera ásperamente en el techo y vuelve a la mano de D. R. justo en el momento en que su dedo pulgar de la mano derecha amartilla el gatillo de su Makarov PM; un modelo antiguo, sí, pero han vivido ya tantas cosas juntos que le cuesta separase de ella. Ahora, mientras coloca el cañón de la pistola a tres centímetros del cráneo del objetivo, le sorprende que el muchacho ni siquiera haya llorado. No opuso resistencia cuando le ató las manos, ni cuando lo arrodilló con un golpe seco tras las rodillas, ni ha hecho lo que todos suelen hacer (moquean, berrean, suplican, se cagan encima, rezan). De hecho, la suya va a ser la muerte más digna de cuantas él ha ejecutado. D. R. se rasca la oreja, parpadea dos veces. Antes de que mueva el dedo índice de la mano derecha para apretar el gatillo, oye un aviso de entrada de llamada en el móvil del muchacho. El sonido recorre la distancia entre los dos hombres como el alambre de un funámbulo.

 

            Y. K. sale del centro comercial a las diez. La gran metrópoli brilla orgullosa de su triunfo de neón. Le gusta Tokio por la noche; de hecho, siempre que piensa en su ciudad natal, la imagina como un lienzo negro atravesado de espadas fulgentes. A lo lejos se oye el frenazo de un neumático sobre el asfalto, lo que, inopinadamente, le recuerda que mañana tendrá que madrugar para coger el avión de vuelta a Madrid. Esta vez no ha podido acompañarle su marido. Qué pena, cariño, te echaré de menos. Pero los dos saben que es una verdad a medias, como la vida que llevan: una felicidad a medias, con dos o tres cicatrices pequeñas y muchas vendas previniendo improbables heridas. Después de tantos desastres, con eso basta; acaso menos de lo que se merece, como su hijo le recuerda las pocas veces en que se ven. Cuando Y. K. da la vuelta a la esquina, se topa de frente con una gabardina que la arrolla, pero, antes de caer al suelo, la sujeta una ola de perfume a caoba y hierba fresca y, por un segundo, unos brazos la aíslan del mundo.

            En apenas una milésima de segundo, la memoria de Y. K. asocia el aroma, la voz y las manos que aún la sostienen a un rostro que hace años fue el atardecer y el beso fresco. Aún puede, simplemente, sortear el cuerpo del hombre, seguir su camino, coger el autobús hasta casa de sus padres, despedirse de ellos, pues a la mañana siguiente ella saldrá mucho antes de que despierten y, unas horas después, estar volando a Madrid. O puede desvelarse con tan solo alzar la mirada. Es en ese momento cuando oye la melodía de su iPhone 3 dentro del bolso negro de Tous.

 

            G. G. no debería estar ahí; eso ya lo sabe. Tal vez sea cierto que, cuando uno hace cosas malas —o ridículas, o estúpidas—, le pasan cosas malas —o ridículas, o estúpidas—. Oculto en la tercera cabina del aseo de señoras, no se atreve a mover un músculo. Hace ya más de cinco minutos que no oye nada, ni un ruido, a pesar de que entraron dos mujeres: la secretaria pelirroja de Envíos Internacionales y su jefa; como siempre, a las diez y cuarto. Está claro que solo se ha ido una, la secretaria, cuyo taconeo blanco es inconfundible, así que la jefa sigue ahí dentro, pero no hay ningún ruido en la cabina contigua a la que él ocupa. Ahora que lo piensa también es raro que no se hayan dicho nada; normalmente, no paran de cotorrear sobre hombres, en un reto de infidelidad conyugal y de alardes carnales cuyos datos G. G. recoge con la dedicación de un entomólogo. Y es que a sus casi cincuenta tacos y con esa barriga… Ya se sabe: en el amor y en la guerra, todo vale.

            Vuelve el hombre a consultar la hora en su Sony Xperia L. Han pasado ya más de seis minutos y no se oye el papel raspando el vello púbico, ni el desagüe de la cisterna, ni siquiera la ruptura de la lámina de agua del retrete. Nada. La Jefa de Envíos Intencionales no se mueve. Es la suya una quietud que huele al cloroformo de los hospitales.

            Al fin, G. G. decide bajar del retrete al que ha subido. Pero en el momento en que va a adelantar un pie, el teléfono de la mujer emite un tono de llamada entrante. G. G. queda atrapado en el reclamo del teléfono. Tres tonos, cuatro tonos. El sonido se afila en la piedra del silencio.

            G. G. respira hondo. Al fin y al cabo, si ella no contesta, no le va a pillar largándose. Baja del retrete; seis tonos. Abre la puerta de la cabina y llega hasta la de salida. Ocho tonos. Algo le habrá pasado a la mujer… Nueve. Con la mano ya en el pomo, G. G. queda atrapado en el auxilio que exige la llamada. Bueno, ya vendrá a buscarla la secretaria cuando vea que no vuelve… Diez.

            —¡Mierda!

            Al fin, da la vuelta y abre la puerta de la cabina ocupada. Una mujer a quien ve por primera vez está despatarrada sobre el retrete, con la espalda contra la cisterna y el cuello echado hacia atrás; como un muñeco de trapo al que han tirado al váter aun sabiendo que no cabe en él. Once tonos.

            —¡Eh, oiga, eh, que la llaman!

            G. G. ve el móvil en el suelo, a unos tres centímetro de la mano derecha de la mujer, que cuelga del brazo como un globo desinflado. Pesado como un gorrino, el hombre se agacha y coge el Nokia Lumia 720.

            —¡Sí, oiga, que le ha dado algo a esta mujer!… que le ha dado un… Estaba en el baño… bueno, ¡yo no!, ella estaba aquí… ¿Oiga?, ¿oiga?… No, yo no sé quién es… Bueno… yo… mira, yo no sé nada, ¿eh?, pero a esta le pasa algo malo. Hala, yo he cumplido, ya está… Vale, pues llama a los bomberos, corre; a una ambulancia, vamos… ¿Qué?… ¿Cómo?… Ah, vale… Pues ya estás tardando en llamar a alguien, ¿no?… ¿Cómo que ya?… ¿Yo? ¿Yo qué? ¡No, no; de eso nada!… ¡Que yo no sé hacer eso! ¿Y si me la cargo?… Joder, que yo no sé de esas cosas… Puf. ¡Vaya marrón!… Vaya marronazo… Bueno, pues que se muera, joder… Que sí, que sí… El bolso, sí; ya, ya.

            Una catarata de objetos de plástico cae al suelo cuando G. G vacía el bolso de la mujer. Sus dedos entre las cosas parecen enormes gusanos de seda.

            —¿Cómo es? ¿Qué busco?… Esto, ya… Pero, no jodas: ¿cómo, dónde?… Puf.

            G. G. empuña un tubo del tamaño de su mano en el que hay dibujada una jeringuilla y lo coloca con la flecha hacia abajo. Se sienta en el suelo y apoya la espalda contra la pared de la cabina, de modo que su cabeza queda a la altura del muslo desnudo. Con la mano izquierda, sujeta la pierna de la desconocida. Las bragas y las medias desfallecidas sobre los zapatos se le asemejan pellejos secos. Desde el teléfono en el suelo, le llega la voz del desconocido.

            “Uno, dos y tres”, cuenta mentalmente G. G. y clava el tubo inyectable en el muslo blanco de la mujer, que, en una reacción inmediata, se pone de pie, agarra su bolso, abre una cremallera del interior, saca una pistola negra poco mayor que su mano y la coloca a dos centímetros del ojo derecho de G. G.

            —¿Qué haces aquí, cerdo? –dice entre jadeos.

            G. G. se tapa la cara y arrincona la gelatina de su cuerpo entre el retrete y la pared. Fugazmente, mira hacia arriba solo ve el círculo negro y metálico como una prolongación de su ojo.

            La mujer coge el teléfono e intenta hablar, pero la náusea la gana la voz y a trompicones abandona la cabina mientras contiene el vómito tras el dique de los dientes. Al fin, llega hasta el lavabo, mete la cara bajo el grifo y responde la llamada.

            —Bien, bien, sí,… Vale… ¿Pero al chico?… Hay que avisarle ahora mismo, entonces… Ya lo hago yo.

            Clava sus ojos en el hombre que le ha salvado la vida. G. G., sin saber muy bien por qué, se palpa el cuerpo.

            —Tú —le habla la mujer—, lárgate, vamos.

            Con zancadas de paquidermo, el hombre alcanza la salida. Entretanto, la secretaria teclea en la pantalla de su Nokia Lumia 720. Mueve el pie aceleradamente. No ha llegado al ascensor G. G. cuando siente un vértigo que lo obliga sentarse en el suelo. Las paredes se vuelven de goma a su alrededor y el suelo se reblandece como arcilla húmeda. En su Sony Xperia L marca de memoria. Ansioso, cuenta los tonos. Piensa en el hijo de su mujer, en cómo lo habría despreciado si lo hubiera visto así postrado; ese muchacho, que parece un samurái de piedra. Sabe que en cuanto oiga la voz que anhela todo volverá a su sitio. Por eso, cuando al fin oye el ruido de fondo que anticipa la voz, simplemente escucha.

 

            Y. K. se queda un instante retenida en el aroma a caoba y hierba fresca que la ancla a un pasado de luz de luna. Sigue sonando la melodía de su iPhone 3. El hombre de la gabardina inclina el cuello para buscar los ojos de Y. K. Sin levantar la vista, ella lleva la mano al bolso y, en un gesto rápido, saca el móvil y mira la pantalla durante dos segundos. Después, alza los ojos y las miradas se reencuentran quince años después. Vuelve Y. K. a mirar la pantalla de su teléfono, que brama con vibraciones de luz. Cuando alza la vista otra vez, no ve la sonrisa del hombre que aún la retiene junto a sí, sino un Boeing 777 que desciende sobre la ciudad como un titán presto a tomarla.

            Se desprende del hombre de la gabardina, lo sortea y sigue su camino mientras responde en castellano:

            —Sí, ¿dime?… Dime, cariño, dime… ¿Oye?

            Camina mientras arrastra la mirada del hombre por la acera gris.

 

            D. R. sigue oyendo el aviso de entrada de llamada en el bolsillo del chico arrodillado a sus pies. Duda un instante. El joven, en un gesto instintivo, amaga con llevar la mano hacia su pantalón. D. R. mueve su dedo índice de la mano derecha tres centímetros; el crujido metálico tensa las tripas del arma. El móvil del joven no deja de sonar.

            —Yo lo cojo —dice D. R.

            Se atreve el chico arrodillado a doblar el cuello. De su pelo negro asoma un rostro que a D. R. le recuerda a las películas japonesas de artes marciales que veía de niño.

            —No me mires. Y dame el teléfono.

            Precipitadamente, hurga el joven en sus bolsillo, saca un Nexus 2 que cae al suelo, rebota y queda con la pantalla hacia arriba.

            D. R. vuelve a dudar. Mira al suelo, al arma amartillada, al chico. Se agacha, coge el teléfono y pulsa el icono verde.

            Antes de hablar, sin dejar de mirar la pantalla, mueve el dedo índice de su mano derecha.

            Espera que las ondas del eco del disparo dejen de vibrar en el aire. El silencio se posa como el polvo de las catedrales.

            Después, D. R. se aclara la voz y habla:

            —Tarde.

 
 

15 comentarios

  1. Me declaro una incondicional de Chandler. ¿Qué se le va a hacer? Leí sus novelas de muy jovencita y luego me perdí muchas tardes en cines de barrio (y de birria) viendo aquellas películas en blanco y negro enterradas ya por la tecnología digital. Tengo algunos relatos breves de este corte pero reconozco que no me atreví a presentar ninguno en este tipo de Certamen. Me lo pensaré para otros años, aunque viendo la soltura que tienes para recrear situaciones ‘negras’ no tengo nada que hacer con un escritor como tú.
    Enhorabuena y gracias por compartirlo.

  2. Muchas gracias, Capitán Mijalis y Álex. Es una suerte poder leer comentarios tan trabajados, especialmente el de Álex. Desde luego, no todas las comparaciones son odiosas.

    Perdón por tardar tanto en contestar, por cierto.

  3. Salvo por estar narrado en primera persona, una historia en línea con la mejor novela negra, un género que produjo sus títulos gloriosos sobre la mitad del siglo pasado.
    El autor o autora de este relato no intenta disimularlo sino que, muy al contrario, la historia contiene el tono y la trama que apuntan a un homenaje hacia insignes plumas (encabezados por Chandler, Daly y Hammett) que nos han hecho disfrutar con esos personajes siniestros, estoicos y algo cínicos, con escenarios urbanos en blanco y negro y calles de suelos mojados. Recorrer este relato es rememorar viejas lecturas.
    Algunos detalles son inconfundibles, como nombrar a los personajes por sus iniciales, citar las marcas de pistolas o teléfonos, diálogos sin eufemismos, etc., incluso dividir el relato en varias escenas y dejar para el desenlace la que permite al lector encontrarle sentido al conjunto. No he leído tanta novela negra como para afirmar si es habitual la abundante utilización de símiles y metáforas.
    En cuanto a la calidad de la redacción, lo primero que he pensado al acabar de leer es que el padre de la criatura debe tener la silla desgastada de tantas horas tecleando historias ante el ordenador. Horas muy bien aprovechadas.

  4. Capitán Mijalis

    «Tres tonos, cuatro tonos. El sonido se afila en la piedra del silencio.»
    No estoy de acuerdo con Enara. Creo que esta es la mejor imagen del relato. ¡Madre mía! He visto cómo el teléfono hacía saltar chispas en la piedra de un afilador.
    Lo de las iniciales me ha parecido, aunque suene raro, muy cinematográfico. Quizás sea porque desde la primera pieza estaba pensando en Reservoir Dogs, de Tarantino (Sr. Azul, Sr Amarillo, etc.)Hago esta comparación como un halago.
    El cuento es de diez. Felicidades.

  5. Muchas gracias, Juno, Freya, Duna y Enara, tanto por los comentarios y estrellas como por el tiempo que os habéis tomado.

    Tu crítica, J. D. Ballantines, se sale.

  6. J.B. Ballantines

    Este cuento es la caña.
    No es que quiera hacer un comentario rápido, sino que realmente no puedo añadir nada más, salvo diez estrellitas. En su género, perfecto. Me ha encantado.

    Enhorabuena y suerte

  7. Quizá hubiera sido más fácil de seguir el hilo argumental si en lugar de iniciales hubieras puesto nombres. O quizá lo has hecho adrede. Pero la cuestión es que logras que al mínimo despiste haya que retomar la lectura, así que no quedaba otra que estar atento. No sé si es literatura negra, pero está muy bien contada y mantiene la tensión hasta el final “el silencio se posa como el polvo de las catedrales”, la mejor comparación del relato.

    Suerte, Zoltan

  8. Una historia bien narrada.
    Enhorabuena.

  9. ¡Hola, Zoltan! En cada pieza de tu puzzle consigues hacernos sentir como frente a una pantalla de cine intentando descifrar tu relato. Enganche total 😉
    ¡Suerte, Zoltan! 😀

  10. Muy bueno, dibujas los escenarios y construyes una trama original con un final contundente.
    Enhorabuena Zoltan. Te dejo estrellitas por aquí.
    Saludos afectuosos.

  11. Muchas gracias, Gorrión Común, Libélula, Gaia y Bogardilla, tanto por pasar por aquí como por la valoración.

  12. Un relato interesante, original y muy bien escrito. Enhorabuena y suerte.

  13. Coincido. Excelente narración. Enhorabuena.

  14. Buenisimo. Trepidante, mantiene la tensión a un ritmo vertiginoso.

    Me encanto, le felicito!

  15. Muy bueno!
    Es original e impactante, un puzle de piezas que van encajando dentro de esa ciudad negra y afilada, tan bien descrita en dos rasgos.
    El final es sencillamente brillante: la imagen brutal, el eco del disparo desvaneciéndose, y el sabor de esa frase impactante en nuestra memoria:
    “El silencio se posa como el polvo de las catedrales”
    Genial!!

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