—¿Desde cuándo tanto odio? —pregunta Iván.
—La guerra civil, que destinó a bandos opuestos a nuestros abuelos, y una discusión por tierras, que enfrentó a los bisabuelos en juicios. Alguna vez escuché hablar a las tías-abuelas sobre tiempos más lejanos: dos jóvenes —uno de cada familia— se enfrentaron en duelo de navajas; aunque nadie murió, pues se desató tal tormenta que hubo que suspenderlo. También hubo un noviazgo improcedente, decían, con distancias impuestas, palomas mensajeras y lágrimas amargas…
—Esas tías tuyas… —le interrumpe—. Serían aquellas con las que mi padrastro me aterraba —termina, sonriendo en un intento de disculpa.
—“Las brujas solteronas”, les llamaba, lo sé: por haber echado mal de ojo a su madre. Entonces se creían tantos cuentos… La gente decía que, por su culpa, la criatura nació así. Que por él vendieron el monte y compraron ganado, que manejaría mejor. En casa le llamaban “el tullido” —la sonrisa cómplice es ahora de Marta—. Recuerdo que oía las esquilas de las vacas al anochecer y corría el visillo para ver al tullido encerrarlas en el corral. Mi abuelo mascullaba sobre el ruido, el olor, las moscas, cómo estaba la calle de sucia, y acababa: “A este paso, esto termina mal”. Y miraba al armario donde dormía la escopeta. También a mí me daba miedo entonces.
—No me extraña. Recuerdo que veníais algún fin de semana, pero ya habría muerto.
—El abuelo murió sin haber matado a nadie, ni siquiera durante la guerra. La abuela siguió sola y sin hablarse casi con nadie; ni cuando murieron los padres del tullido, ni cuando se casó y el patio se llenó de palabras desconocidas, tu risa y tus juegos. Sólo murmuraciones: “…con una mujer tan joven, con un hijo crecido y, además, extranjera. Rusa, para colmo”. Y que, por cómo la esquivaba, seguro que tenía orden del marido de no cruzar ni aun la mirada con ella.
—Cierto: “A la vieja, ni palabra. ¡Que no me entere yo!”, amenazaba. Y no se enteró nunca. ¿Ella jamás os dijo nada? No puedo comprender por qué tanta inquina.
—Jamás. La encontramos agarrada al visillo, rígida y fría, tras una tarde de llamadas sin respuesta.
Tras el mismo visillo, Marta contempla a la niña jugar con un perro. La mujer de Iván ha pasado a tender la ropa en su patio.
—Mi padre se temió lo peor, como así fue. ¡Con la de veces que quiso llevársela del pueblo! Quedaban sobre la mesa los restos de un bizcocho con gusto a requesón. Vuestros perros aullaban. Nos contaron en el cementerio que el tullido llevaba una semana ingresado, con un cáncer repentino y terminal. Algunos murmuraban que, hasta en la muerte, el odio los juntaba. Cerramos la casa y no volvimos.
—Murió aquél mismo día. Llegamos a enterrarlo y ya os habíais ido. Fue duro. Ya sabes, los vecinos… Menos para tu abuela, seguíamos siendo “los rusos” en el pueblo. Ahora todo es distinto —dice, sentando en sus rodillas a la pequeña—. Marta será tu profesora, ¿sabes?
La niña pide un trozo del bizcocho sin empezar, el de Marta, idéntico al que ha llevado Iván.
Había horneado el bizcocho con la receta de la abuela, decidida a acabar de una vez con los rencores. Estaba calzándose cuando sonó el timbre. El hijo de la rusa ya no era aquel chico de piel clara que no entendía castellano. Aprendió del tullido el idioma, el acento, los gestos. Se le oscureció el pelo y se le curtió la piel pastoreando en verano con su padre adoptivo, y sacó partido a la escuela durante los inviernos; su queso, ahora, tenía denominación de origen. Tras él, su mujer y la pequeña sonreían. Marta adivinó, al verlo envuelto en un paño de cocina, un bizcocho igual al que reposaba en la mesa de la suya.
Marta le corta un trozo, le hace cerrar los ojos y le da un bocado de uno y de otro.
—A ver si adivinas cuál es el mío —le reta.
—Son “iguales-iguales” —dice la pequeña.
Marta pregunta entonces por el bizcocho de requesón.
—¡El bizcocho ruso también está rico! —exclama—. Pero a mí me gustan más éstos, los de la bisabuela.
Habría mucho que contar sobre la guerra civil, las disputas familiares por tierras, ganado, herencias etc. Creo que, a pesar del tiempo transcurrido, a veces, para quienes tenemos ya algunos años y nos queda algo de memoria, parece que fue ayer. Pero lo importante, y preocupante, es que hoy día podría volver a decirse aquello de que “la vida sigue igual”. O parecida. La diferencia es que ahora la Rusa, el Tullido, las brujas solteronas y los demás personajes a los que aluden Iván y Marta en tu historia, se moverían en ambientes distintos. Unos tendrían la casa hipotecada, quizá con suerte encontrasen algún trabajillo para una semana o se les acabaría de pronto el paro sin casi enterarse de que la exigua cantidad que recibían tenía caducidad; otros, mientras tanto, manejarían cautivadoras cuentas corrientes, bonos de no sé qué o acciones de no sé cuánto. Hemos cambiado casas con cuadra y establo, tierras de labranza y ganado que pastorear por edificios más altos, tarjetas de plástico o dinero que transciende ciudades y países. Pero todo sigue igual: las dos Españas, las dos Europas, las dos Américas, el tercer Mundo, la emigración forzosa, el paro…
Lo siento tía Julia, aunque bien escrito, el bizcocho final no llega a endulzarme. La pequeña, por ahora, saborea los dos trozos “iguales-iguales”. Cambiará. La vida le hará cambiar. Y lo siento de veras.
Trato de aclararte en el mío, tía Julia, las dudas que mi prosa enrevesada a veces crea.
Un abrazo
Y sí, el humano es un animal extraño, que cada vez establece más diferencias tanto con la naturaleza que le rodea como entre sus distintas tribus. Y siempre encuentra motivos para establecer esta diferencia -raza, cultura, riquezas, territorios, ideas- y erigirla en motivo de disputa y consiguiente excusa para el robo, la lucha o la dominación.
Sin embargo, el reto literario era la reconciliación, y en ella quise concentrarme: una reconciliación pequeña, momentánea quizá, interesada probablemente. Un cuento de reconciliación amable y optimista, que insista en aquello de «Otro mundo es posible», un sueño necesario, a veces. Y, de paso, en setecientas palabras, contar un poquito de esa historia nuestra.
No importa que el bizcocho no sea suficientemente dulce (el requesón tiene ese puntito ácido que me encanta), otros saldrán mejor. Lo fue cocinarlo, participar en la convocatoria. Lo es que lo hayas leído y comentado, y que digas que está bien escrito. Lo es intercambiar contigo, con vosotros, comentarios e ideas. Y eso es lo que importa: sólo por eso escribo.
Una manera muy dulce que acabar con los rencores, seguro que es una buena terapia.
Suerte, La tía Julia. 🙂