Julio la esperaría en el Paseo de los Mártires. Había conseguido un permiso para visitar a su familia y deseaba ansioso poder estar a su lado, aunque fuera tan solo por una tarde. Ya se encargarían ellos de detener el tiempo y convertir el momento en eterno. El reencuentro se produciría en uno de los lugares más concurridos y emblemáticos de la ciudad, pero eso era lo de menos. Allí pronto se evadirían en su historia de amor de la dura realidad que los rodeaba.
Julio y Laura se conocían desde niños. La amistad de sus padres hizo que compartieran infancia, creando entre ellos unos sólidos y preciosos vínculos de fraternidad. En la adolescencia, se prestaban el hombro para llorar las penas y, en los momentos de alegrías, se regalaban sonrisas.Fue en esta etapa, cuando él se percató de que no le bastaba con ser amigo de ella. Durante varios años, él vivió con su corazón encadenado, amordazado, sin declarar a Laura su amor por ella.
Cuando a Julio le restaba un año para alcanzar la mayoría de edad, no aguantaba más reprimiendo sus verdaderos sentimientos. Era consciente de que había llegado el momento de liberarse de las cadenas que mantenían preso su corazón. Además, un hecho fortuito le obligó a no poder pensárselo más veces. Si no le decía ahora que la quería y, aún más, que la amaba desde la infancia, podría no decírselo jamás.
Todo se precipitó por la llamada que Julio recibió para formar parte de la que se conoció como la ‘Quinta del Biberón’. El ejército republicano necesitaba reforzar sus tropas ante la seria amenaza, en que se estaba convirtiendo el avance del bando nacional por el litoral mediterráneo. Para ello, todos los nacidos entre los años 1920 y 1921 fueron llamados en filas y, entre ellos, se encontraba Julio, que fue reclutado como un soldado más. Este inesperado acontecimiento le vino en un momento, en el que daría todo por conquistar a Laura. Pero, a esta llamada, no podía hacer oídos sordos. Resignado, decidió que no empezaría su periplo militar en una guerra, no sin antes expresar a su amada todo lo que sentía por ella.
El día en que se iba a declarar quedaron en el mismo sitio: el Paseo de los Mártires de Alicante. Era un paseo especial para la pareja. Allí, pasaron jugando tardes y tardes cuando eran niños. Allí, Julio se atrevió a dar el paso que llevaba varios años reprimiendo. Solo pudo tartamudear palabras de amor de tantos nervios que le carcomían el estómago en ese momento que, cara a cara con Laura, le expresó que desde el primer día que la conoció supo que no podría separarse jamás de ella sin vivir en depresión. Un tímido beso fue la respuesta de ella, seguido de un inocente “yo siento lo mismo por ti”. La placidez y belleza del momento se vería alterada. Julio le explicó lo que estaba ocurriendo en la región. Laura estaba al tanto de los acontecimientos por lo que oía comentar a sus padres, pero nunca pensó… que él sería uno de los damnificados… y justo ahora que por primera vez podrían disfrutar de su amor sin velos.
Julio y Laura se abrazaron. Eran sus primeros minutos como novios. Las primeras lágrimas que vertieron juntos, en esta nueva etapa de la vida que se les abría camino, fueron de pena y miedo. Las noticias que llegaban, día tras día, de la guerra no eran nada halagüeñas. Las circunstancias obligaban a separarse. Esa tarde se despidieron como si nunca más fueran a verse, como si hubiesen vivido toda una vida juntos, como si celebrasen sus bodas de oro, como si fuera el último instante de sus vidas, envueltas en una cruel paradoja: desde niños compartieron todos los minutos que les apetecía jugando y, ahora que se podían besar, el destino los obligaba a dividirse y a penetrar en un incierto futuro.
“Volveré a verte pronto, cariño. Eso te lo aseguro. Este no será mi último beso. Te lo prometo”, fueron las últimas palabras que Julio dedicó a Laura antes de marcharse y emprender su marcha hacia la leva republicana.
Una vez instaurado en el bando republicano, Julio comenzó a hacer tareas de auxiliar de soldado. No entró a combatir en el frente, en un principio, y se limitó a aprender. Poco duró esta instrucción, pues las tropas nacionales amenazaban con realizar una sangría ejemplar en su zona, como estaban llevando a cabo por todo el Estado. Bombardeos por todo el litoral se estaban sucediendo, atemorizando a la población e obligándola a rendirse, incluso antes de combatir. Perdido Aragón ante los nacionales, el frente de Levante estaba en el punto de mira, por lo que pronto utilizaron a Julio como un refuerzo más de las filas republicanas.
Durante este cautiverio forzoso, no dejó de escribir cartas a su amada. Le contaba el horror de la guerra y le pedía a ella, y a toda su familia, que extremasen la precaución, pues para el bando nacional todo territorio aún no dominado por ellos solo era un blanco más a fulminar. Le expresaba lo mal que se sentía por haber tenido que abandonarla; por no poder besarla y acariciarla; y se comprometía a hacerla la más feliz del mundo cuando acabase toda esta miseria de la guerra. Él, sin saberlo, desde siempre la sumió en una infinita felicidad. Laura pudo comprobar con estas misivas cuán de sinceros eran sus sentimientos, al ser capaz de crear belleza en plena infamia.
No era el único de la leva de jóvenes que había tenido que dejar a su familia y amores en ciudad. Uno de los soldados con los que Julio más congenió fue Fermín. Él no tuvo oportunidad de pedir un día de permiso, pues cayó muerto preso de las balas nacionales. No fue el único. Otros acabaron tullidos en pleno fragor de la batalla. Por ello, Julio insistió en que se le concediese un permiso urgente para poder abrazar a su amada una vez más ante el funesto y peligroso avance del ejército enemigo de la República. Se lo concedieron con duras condiciones, entre las que le obligaban a tomar camino de vuelta al día siguiente.
Así, en la última carta que recibió, Laura se encontró con una agradable sorpresa. Después de meses de ausencia, Julio había conseguido ese anhelado permiso para visitar a su familia durante un día. La cita sería un 25 de mayo de 1938 en el mismo paseo donde se vieron por última vez y la primera como amantes: el Paseo de los Mártires, zona emblemática de la ciudad de Alicante.
Ese día, temprano, Julio tomó el tren de camino a Alicante. Durante el trayecto, se puso a plasmar sobre el papel una carta más, una carta especial. Quería sorprender a Laura. Tan absorto estuvo en la escritura que el itinerario hacia su ciudad natal se le pasó en lo que dura un suspiro de enamorado. Le dio tiempo a disparar poesías llenas de lágrimas de amor. Sobre el papel mojado se diluía parte de la tinta con la que grababa su pasión y las ganas de estar junto a la niña, ya mujer, que siempre le hizo feliz y por la que sí arriesgaría su vida en una dulce batalla de ballesteros lanzando saetas de amor.
Por una vez, escuchar sirenas no lo alarmó, pues, en esta ocasión, le anunciaba que acaba de llegar a su destino. Cuando respiró el aire blanquecino de su costa, la comisura de sus labios dibujó una larga curva cóncava de alegría y esperanza. Miró al cielo, como buscando un guiño cómplice de su euforia, pero este no le devolvió la sonrisa. El grisáceo espesor de las nubes le recordó que en estas fechas había poco tiempo para la felicidad. Incluso le cayó alguna amarga gota celeste en su rostro. Quiso ser optimista y pensó que el cielo estaba tan emocionado como él de poder volver a ver a su Laura, la patria de su guerra, y por eso le había caído alguna espontánea lágrima.
Tras tomarse un café cortado en la cafetería de la estación, partió hacia su destino. Llegaría con antelación a su cita, pero no le importaba. Habían quedado a las 11:30 de la mañana en el Paseo. Durante unos veinte minutos, la esperaría lleno de ilusiones en el mismo banco, donde besó sus labios por primera vez, allí donde todo empezó y donde se selló el inicio de un amor verdadero entre aquellos dos jóvenes amigos desde la infancia. Por las calles, el habitual brillo de la primavera estaba ausente, incluso notó frío en esa gélida mañana de mayo. No le importó el tiempo, él cumpliría con el refrán y ya notaba como su sangre se alteraba de emoción.
A las 11:00 estaba sentado en el banco de ellos, el que les pertenecería para toda la vida, ese banco del Paseo de los Mártires, que también podría llamarse Paseo de los Enamorados. Inquieto, no dejó de saludar a todos los transeúntes, los conociera o no, deseándoles un buen día. Así, poco a poco, pasaban los minutos. Ya eran las 11:10. Empezó a silbar melodías de amor, embebido en pensamientos de cariño, cuando, de repente, desde el cielo, le hicieron los coros unos tremendos ruidos de aviones. Su gesto de enamorado se trasmutó en el de horrorizado. Conocía esos infames sonidos. No se equivocó. Algo perverso se acercaba. Agudizó el oído por si sonaba alguna sirena o alarma de guerra, pero no escuchó nada. Miró en dirección al mar temiéndose lo peor, pero no encontró indicios de bombarderos. Sin embargo, el nerviosismo se había apoderado de la ciudad y de su corazón. Debía esperar o ir a buscar a Laura inmediatamente. “Ella, ya habría salido a la calle en dirección al lugar de la cita”, pensó. Acto seguido, se levantó del banco y decidió caminar, sin irse muy lejos, con la intención de asomarse por las calles y avizorando la vista con el fin de atisbarla desde lo lejos.
Y el reloj marcó las 11:15 horas. No sonaron campanas, ni sirenas. Solo estruendos por toda la ciudad, acompañados de alaridos y bramidos de terror. En solo cinco minutos, aviones de origen italiano, aliados del bando nacional, que habían penetrado por el interior para evitar las escuchas antiaéreas, descargaron casi un centenar de bombas en dos ataques, dejando un inmenso reguero de cadáveres por las calles de Alicante.
Julio sobrevivió a las bombas. Pero en ese dantesco momento lo que menos le importaba era su vida. Quiso ayudar a los caídos, sufrió el horror de encontrarse con conocidos, algunos fallecidos, otros mutilados, y temió hallarse con algún familiar yacente por las calles, o lo peor, con su amada Laura. De cuerpo en cuerpo, iba escuchando sus sangrientos pechos buscando algún soplo de vida entre tanto civil inocente: niños, madres, ancianos… decenas de ellos despedazados por el efecto de las bombas. Siguió el rastro de víctimas en dirección al Mercado Central, que había sido, sin duda, el núcleo del terrible ataque aéreo y que coincidía con el trayecto por el que su amada debió haberse encaminado a la cita. Derramando en cada paso toda la angustia y lágrimas que podía contener su espíritu, siguió buscando restos de vida entre los caídos.
Caminando entre el horror del ataque, oyó de lejos unas campanas que marcaban las 11:30, la hora de su cita con Laura. Justo en ese instante, también escuchó su nombre entre balbuceos como perdiendo fuerza a cada sílaba pronunciada. Reconoció esa voz rota. Era la de ella. Laura lo había divisado entre la barbarie. No se defraudaron. Los dos habían llegado puntuales a la cita. Él la cogió en sus brazos, le leyó el poema y cumplió con su promesa. La besó. Ese sí que fue su último beso.
¡Ay, me has tenido con el corazón encogido…! Y ese último beso…
Una historia triste de amor y guerra. Con su final triste y es que en las guerras no hay quien gane. Todos pierden.
Que nunca se olviden las víctimas, que nunca se olvide la masacre.
Y ahora mismo, en algún lugar de nuestro mundo, alguien estará muriendo por culpa de una, siempre innecesaria, guerra.
¿Un final feliz? Las últimas palabras del relato son: «su último beso». Todo hace pensar que ella ha sido alcanzada durante el bombardeo y muere entre sus brazos.
Encuentro que a la historia le falta nervio, tensión, está desvaída, como esas viejas fotografías enmarcadas que siempre han estado ahí. Y un relato corto ambientado en la guerra civil exige músculo, alta definición. Debería trasladarnos al Alicante de entonces y no lo hace. Está como contado de oídas.
Suerte.
Me ha encantado, además los personajes se convierten en universales. Historia que podría ocurrir en cualquier guerra. Enhorabuena y suerte.
Una historia sin historia, de protagonistas anónimos, embientada en la guerra civil. Personalmente, me habría gustado si contase algo más. Suerte.
¡Qué mala suerte! Y que bien escrita. A usted le deseo mejor suerte en este certamen.
Que no olvidemos el horror.
Relato que recrea el famoso bombardeo al mercado central de Alicante durante la guerra civil. Novelar sobre una crónica histórico-política. Mucha suerte.
Destacar el amor,frente a la guerra .. Un escenario muy acertado para resaltar el verdadero y único cauce fértil para el ser humano. Me encanta que lo haya rubricado con un beso. Mucha suerte, un abrazo.
Creo que este cuento es el más romántico de cuantos he leído en este certamen. Esperaba un final desgarrador, pero es un final feliz. Enhorabuena.
Una melosa historia de amor para recordarnos de nuevo la insensatez y la desolación que conlleva toda confrontación bélica. Otro buen alegato en contra de las guerras.