Aquella tarde de domingo, reunidos frente al televisor, esperábamos pacientes a ver cómo languidecía la tarde y brotaba de su cuerpo herido el color violáceo que anunciara la rendición de otro día insulso y cargado de horas malgastadas. De repente, y por sorpresa, una voz nos sacó a todos del ensimismamiento.
¡Ya lo dijo Dios, nuestro señor, que el domingo es día de descanso!, nos jaleó François en voz alta y tocando palmas, mientras tomaba posición en medio de aquel salón impersonal, rancio y destartalado, como si estuviésemos todos más sordos que una tapia. O quizás, pensándolo bien, fuese porque ya lo estábamos en mayor o menor medida. No sé, en cualquier caso, era innecesario acompañar el discurso con tanto aspaviento de azafata aeroportuaria. Dicen que, antes de aterrizar en esta residencia, François trabajó de payaso en un circo. Lógicamente, resulta muy fácil deducir, dado el público presente, que sus referencias le vinieran como anillo al dedo para obtener el puesto.
—¡Que el domingo es día de descanso!
—Usted siga…, siga voceando con tanto empeño lo del descanso dominical que uno de estos días se cierra la guardería y se queda usted sin empleo por descanso eterno del vecindario.
Esa misma tarde, François, que era estimulador cultural para edades ya imposibles de estimular, como la mía, y encargado de suministrarnos las mil y una pastillas que decían hacernos la vida del color de las mismas, venía acompañado de una guapísima estudiante de Bellas Artes, que decía estar muy interesada en el relato de mis años mozos.
—Disculpe la molestia, monsieur Emile ‒intervino François‒, pero me he tomado la libertad de hablarle a esta señorita de usted, dado que, de todos los aquí presentes, es usted el más…
—Dígalo sin miedo ‒me anticipé al empleo del calificativo‒: el más impertinente, sin duda alguna.
»No le haga usted caso, señorita ‒comenté, dirigiéndome a ella‒, lo que pasa es que tiene envidia de mi físico, ¿sabe usted? Y no soporta ver que, aún a mis años, ligue más que él.
Yo sabía que estaba enfermo y que no me quedaba mucha vida por delante, pero la sonrisa que logré arrancarle a aquella chiquilla de sus labios me hizo recordar cuando mi corazón podía latir con la fuerza con la que sólo laten los corazones enamorados.
Marguerite, que así se llamaba la estudiante, andaba completando la biografía de una famosa pintora con la que yo mantuve correspondencia durante los años previos a la Segunda Guerra Mundial».
—Por aquellos años treinta ‒comencé a relatarle‒, Louise contrajo matrimonio con un alto funcionario de la Administración francesa y, para mi desgracia, mi mejor amigo. Sólo el cielo sabe lo hermosa que era aquella mujer…
En aquel justo momento, el viento abatió con tanta fuerza una de las hojas de la ventana del salón, que me hizo cerrar los ojos. Creo que fue el aire quien me trajo de nuevo su voz a la memoria.
«—Emile, quiero que conozcas a Louise, mi esposa. Le he hablado tanto de ti que tengo la certeza de que os llevaréis magníficamente bien en cuanto os conozcáis. Además, debo advertirte de que es una lectora empedernida, aparte de ser la mujer más hermosa de toda Francia, pero naturalmente eso salta a la vista. ¡Ah!, lo olvidaba, y pinta como los ángeles».
El día en que Lucien me la presentó tuvo que ausentarse urgentemente, reclamado por un asunto en el Ministerio que no admitía demora. Se despidió de Louise con un beso y, tras giñarme un ojo en señal de complicidad, abandonó a toda prisa la estancia.
He de advertirle que a Louise la conocí casualmente dos años atrás, a la salida de la École Nationale Supérieure des Beaux-Arts de París. Creo que en aquella ocasión apenas cruzamos palabra, sólo el gesto agradecido por recogerle sus libros del suelo, antes de echar a correr como un poseso. Sin embargo, su mirada me atravesó el alma y decidió quedarse a vivir para siempre dentro de mí.
Recuerdo que, tras marcharse Lucien, me quedé inmóvil, o al menos así debí de parecerlo, a juzgar por la sensación de parálisis que percibía. Ambos permanecimos de pie, el uno frente al otro, sin decir ni una sola palabra, hasta que finalmente fue ella la que rompió el silencio.
«—Dice Lucien que escribes novelas. ¿Es así? ‒comentó mientras se dirigía al mueble bar para tomar una copa, al mismo tiempo que me preguntaba si deseaba acompañarla.»
La verdad es que no sabía exactamente a qué pregunta responder primero, así que, ante la duda, opté por responder a todo que sí.
«—¿Que sí escribe, que sí me acompaña a tomar una copa o que sí a ambas cosas?»
Tras echarnos a reír, le indiqué que tomaría un moët et chandon. Mientras ella servía la copa de vino de espaldas a mí, yo trataba de retener la elegante curva que trazaba su espalda bajo aquel elegante vestido azul de satén. Aquellos movimientos pausados, impregnándolo todo a su alrededor de sensualidad, me llevó por un instante a imaginarme lo dulce que debía resultar sentirse amado por aquella mujer.
«—Me temo, Emile, que he de preguntarte algo que siempre me ha suscitado una tremenda curiosidad en los escritores: ¿es necesario haber sentido primero para luego poder describirlo o es primero que se escribe y luego que se siente?
—¿Es primero el sueño que el sentimiento? ‒respondí‒ ¿O quizás se sueña porque se siente? Lo que sí es cierto es que, cuando escribo, tengo todo cuanto sueño, todos mis deseos se cumplen en cada historia que imagino, y hasta los sentimientos más intensos son reales cuando los pienso.
—¿Me permites poder leerte, pues?»
Aquella pregunta tan directa, desprendida de todo formalismo, me hizo sentir desprotegido, indefenso ante el temor de delatarme con mi propia historia escrita. Me tomé algo de tiempo mientras procuraba controlar el inevitable temblor de mis manos al sujetar la libreta que utilizaba como borrador de mi novela.
Tras aclararme infructuosamente la voz y advertirle de que estaba inacabada, comencé su lectura:
«La historia empieza cuando Anne Mari, la joven esposa de un panadero, conoce a Emile, un escultor bohemio y sin un céntimo en el bolsillo, pero con la virtud de hacer visible el alma cada vez que modelaba el barro con sus manos.
»Eran los años que siguieron a la Revolución francesa, los años en los que se ensalzaban los principios de libertad, igualdad y fraternidad, pero donde el pueblo continuaba pasando la misma hambre y miseria que pasaba antes de la Revolución, viendo cómo la riqueza pasaba de unas manos a otras, de aristócratas a burgueses, sin reparar jamás en el pueblo necesitado.
»El marido de Anne Mari era un tendero parisino, un hombre devoto y voluntarioso, dedicado en cuerpo y alma a elaborar el pan nuestro de cada día. Como el sacerdote decía impartir a sus feligreses el Cuerpo de Cristo en comunión, él hacía llegar a diario la metáfora de su Cuerpo a sus clientes, bendecido con su esfuerzo.
»Pero Anne Mari hacía tiempo que había dejado de imaginar cómo las nubes del cielo se formaban con el polvo blanco de la harina, o cómo su marido acariciaba su cuerpo con la delicadeza con la que daba forma a sus panes. Hacía ya tiempo que no era más que esclava de su marido y su marido esclavo de su trabajo.
»Un buen día entró en la tienda un joven alto y apuesto, con aire ciertamente despistado, a comprar una hogaza de pan. Llevaba en la palma de su mano un puñado de monedas que contaba una y otra vez, como quien se estuviera despidiéndose de las últimas que tuviera. Cuando el chico levantó sus ojos hacia ella, Anne Mari sintió que sus miradas se abrazaban hasta quedar anudadas inevitablemente la una a la otra, como si del hechizo de un cuento de hadas se tratara. Ambos permanecieron sin decirse nada, con miedo a romper aquel silencio que lo decía todo, hasta que de repente él depositó sus cuatro libras sobre el mostrador y salió de la tienda a toda prisa, como si le faltase la respiración. Ella, al ver que se había dejado su hogaza de pan sobre el mostrador, salió tras él para entregársela, pero el chico había desaparecido ya entre la multitud como engullido por la tierra.
»Emile no paraba de correr entre las calles como si su alma quisiera llevársela el mismísimo diablo. Sentía que el corazón se le salía por la boca mientras continuaba corriendo y gritando como un poseso “no puede ser”, “no puede ser”. Subió los resquebrajados peldaños de madera que conducían hacia la bohardilla alquilada donde vivía, y cerró la puerta tras de sí. Recostado sobre ella, se mantuvo durante unos minutos intentando recuperar el resuello hasta dirigir su vista hacia el frente, hacia el centro de su pequeña habitación. Dio dos pasos hacia adelante y descorrió la tela que cubría el busto que había acabado de esculpir aquella misma mañana. Dos lágrimas se deslizaron decididamente por sus mejillas. ¡No puede ser!, dijo para sí. Durante toda aquella noche había esculpido de una manera febril el rostro más bello que hubiera podido salir de unas manos de escultor, y había quedado cautivado por su propia obra. Había esculpido el rostro exacto de Anne Mari.»
—Recuerdo, Marguerite, que, mientras le relataba mi historia, sentía que cada palabra modelaba unos sentimientos que irrumpían en mi interior con una fuerza incontrolada, inusitada, casi suicida.
«—¿Crees que existen las almas gemelas?, me preguntó Louise al finalizar la lectura, sin esperar ninguna respuesta por mi parte. Yo creo ciegamente en ellas y en que se buscan incesantemente las unas a las otras a lo largo de sus vidas. Pero lo que no saben es que son ciegas y a veces confunden los cuerpos que las envuelven, permaneciendo cautivas sin alcanzar su vida plena, condenadas a vagar por la eternidad sin conocer el amor verdadero. Sin embargo, tan sólo a unas cuantas privilegiadas la fortuna les concede encontrarse durante el tiempo en que están sometidas a su condición humana. Y es entonces, y sólo entonces, cuando las almas que se buscan, se funden en una sola, en un solo cuerpo de amor, y alcanzan la felicidad más absoluta.
—Claro que, según tu teoría, el amor depende únicamente del azar, ¿no es verdad? Y si este decidiera definitivamente no jugar a nuestro favor, jamás llegaríamos a conocer esa felicidad de la que hablas.
—O lo que es lo mismo, el amor verdadero. Exacto, es así como lo creo.
—¿Y si tuviéramos la certeza de haberlo encontrado y, por contra, la de haber llegado tarde?
—Bueno, supongo que esa pregunta no es tan fácil de responder. Yo sugiero que dejemos la cuestión pendiente para otro momento; ya es tarde y me encuentro un poco cansada.
—Sí, claro, por supuesto.
Ya a solas en mi habitación me reprochaba una y otra vez el haber sido tan ingenuo de confundir mis sentimientos con los suyos, al tiempo que sentía vergüenza de reconocerme enamorado de una mujer con un corazón comprometido. Y para complicarlo aún más si cabe, casada con la persona que daba dignidad al concepto de amistad y por quien yo no dudaría ni un solo segundo en sacrificarme. Sin embargo, cómo evitar el dolor físico que provocaba aquel inmenso vacío en mi estómago, aquel océano de soledad en el que había naufragado, agarrado sólo a la esperanza de poder verme un instante a solas con ella. Un instante, pensaba, era todo lo que me hacía falta para sentirme el ser más privilegiado sobre la tierra».
—Pero, discúlpeme, si la información que tengo sobre usted no es errónea ‒me interrumpió cariñosamente Marguerite, cogiéndome de la mano‒, me consta que usted fue un eminente escultor, pero no un escritor.
—Y no se equivoca, mademoiselle, yo fui un escultor que escribió una única novela en toda su vida, y esta fue la suya propia.
—Entonces, ¿ese busto que siempre le acompaña a todas partes…?
La idea de un anciano en una residencia que cuenta su vida amorosa es sin duda un fenomenal punto de partida. Literariamente es un ejercicio de ficción sobre ficción: un relato que incluye un segundo que a su vez incluye un tercero. El primero que leo en este certamen. Bien construidos funcionan con la precisión de un cronógrafo.
Hubiera merecido la pena acotar con rigor las tres historias en beneficio de la claridad y el ritmo. Para eso están las comillas: latinas, inglesas dobles y, por último, inglesas sencillas. Se han utilizado, sí, pero con bastante desorden. Al relato le falta ese toque de ortografía, algo conveniente para que el lector no tenga que ubicarse fijándose en qué personaje acompaña a Emile, el protagonista, único presente en los tres relatos. Ya puestos, también podrían eliminarse algunos lugares comunes en la descripción de los personajes y de sus sentimientos.
Con una atenta pasada de cepillo, perfecto. Se nota muy trabajado.
Muchas gracias, Alex, por tu comentario y exhaustivo análisis. Me congratula el que te haya parecido interesante, en el transcurso del relato, esa idea de ficción sobre ficción. Gracias.
Después de leer su relato, solo me pregunto como es qué había dejado pasar tanto tiempo sin leerlo, humildemente le pido disculpas, es un excelente trabajo que me ha atrapado desde el inicio.
Dicen que las palabras escritas a veces tienen el poder mágico de atrapar por instante a quien las lee. Gracias, Madroca, por tu cariñoso comentario.
No somos lo que tenemos sino lo que somos capaces de dar .. Magnifico relato con un estilo muy personal y agradable , que estimula al debate y a la imaginación. Le felicito a mi me ha gustado mucho.
… Y es dando como únicamente nos reconocemos. Muchas gracias por tu comentario. Siempre es un placer compartir la imaginación con los demás.
El amor… tema eterno… inagotable…
Bien escrito.
Juega con varias historias y nos deja una duda.
Enhorabuena.
Gracias Duna. Decía San Agustín que cada uno es lo que es su amor. Como tú comentas, eterno, inagotable.
Bonito cuento, bien trabajado en la ambientación y la historia, que puede seguir multiplicándose si el narrador, o quizá incluso el autor, tienen un busto en su casa. La escritura perfecta (creo, sólo creo, que te falta una raya de diálogo). Felicitaciones.
Narrador o autor, ¿quién no ha esculpido febrilmente alguna vez su particular busto en el aire? Supongo que la historia podrá multiplicarse tanto como la imaginación sea capaz de prolongarla.
Me gusta el relato,único y múltiple pues parece reflejado en varios espejos y cada uno le aporta su cualidad.
Por fastidiar,un poco,no más,señalar algunos pequeños chirridos,en ese ambiente tan francés de los años 30 pagar en libras…francés y hogaza de pan…
Entiendo que pueda existir cierta confusión respecto a la moneda -máxime, si confundimos los años treinta del siglo XX con el siglo XVIII-, pero el concepto de libra al que hace referencia el relato se corresponde con una unidad de peso: libras de pan. En concreto, una libra suponía 450 gramos de pan, aproximadamente. En 1789, durante los años de la Revolución francesa, cuatro libras equivalían a una hogaza, o pan grande.
¡Que viva el amor platónico,el romanticismo,el «möet et chandón» y el satén azul! y los artistas, no olvidemos el glamour de los artistas.
Y mi Pilar con el vino peleón en la mesa… así no vamos a ninguna parte.
Una, dos y tres al escondite inglés. Yo me perdí.
Suerte.
El amor, la felicidad, dependen únicamente del azar, concluye ella. Y para que el azar juegue a nuestro favor, lo ideal será vivir varias vidas, quizá.
Muy bien hecho, maestro: hermoso y bien construido. Enhorabuena.
Bonita sugerencia, la de vivir varias vidas para minimizar el azar. Muchas gracias por tu comentario, Bogardilla.
Estamos viendo, según los comentarios que leo, una sentimental narración, escrita muy correctamente y que ha despertado un curioso debate: ¿dos o tres historias en una sola? Yo creo que existe una historia real: la de Emil y Louise. En la novela que escribe el escultor, disfraza en el personaje de Anne Marí, su verdadero amor con Louise; y con Marguerite… no hay ninguna historia, simplemente lo entrevista. Felicidades por el relato, ya ves Alarife, el interés que has despertado.
Bonita historia. Le felicito. Suerte.
No son dos, sino tres historias una dentro de otra, como las muñecas rusas: la de Emile y Marguerite, la de Emile y Louise y la de Emile y Anne Mari, que al final vienen a ser la misma historia. Un protagonista ciertamente enamoradizo. Bonita historia.
Señor Pérfido Samaritano:
He dicho tres, pero explicado de otra manera. Usted ha sido más claro, desde luego. Saludos.
Relato interesante, que se las prometía aún más de lo conseguido. Desarrollo muy lento, quizás para ir en consonancia con la edad del protagonita. Felicitaciones.
Una historia dentro de otra historia, o dos. Y una versión de Pigmalión.
«Aquella tarde de domingo, reunidos frente al televisor, esperábamos pacientes a ver cómo languidecía la tarde y brotaba de su cuerpo herido el color violáceo que anunciara la rendición de otro día insulso y cargado de horas malgastadas.» Precioso párrafo que inicia el relato.
Me ha gustado, pienso que es un buen relato. Enhorabuena y suerte.